Verdades e indagación.
Verdades e indagación
Sin
hablar se abalanzaban, sin pensar gritaban y sin piedad mataban.
Finalmente, la tan amarga guerra por la libertad o conquista del sur
había empezado, entre sus pastizales la tierra se teñía de rojo, miles
de cientos de hombres y mujeres peleaban entre sí, algunos hundidos
hasta las rodillas entre los ríos del lugar, otros entre las
suaves arenas. Durante incontables siglos ese paisaje había gozado de
una inagotable paz y quietud, hoy perturbada por el clamor del acero
contra la armadura, y el grito de soldados muertos.
Los
impacientes generales del norte fueron los primeros en romper el hielo,
ordenando a sus tropas avanzar sin misericordia y a toda marcha contra
las líneas enemigas. La vista que tenían de sus enemigos era hermosa en
cuanto al paisaje, un ejército de tibios colores enmarcados por un
lejano bosque de colores y una nevada cordillera que lejana reposaba en
inquebrantable quietud y atestiguaba con ojo divino los sucesos de aquel
día. En cuanto a los sureños, ellos se pusieron en posición defensiva
acatando las órdenes a gritos de su propio Lord. Kota
estaba al frente de su ejército, enfrentando con estoico honor y
valentía al peligro y al miedo, sentía cierta noción de seguridad al
saber que la única persona digna de sacarle su propia vida era el mismo Dairomyo
y que tendría que esperar a que él se presente en batalla para recién
tener que preocuparse, esto era así y era una cuestión de rangos, ningún
soldado raso o mero general se atrevería a tentar contra su vida porque de lo contrario tendría que sufrir las consecuencias de sus actos.
La embestida de escudos entre ambos ejércitos se sintió y escucho como un sunami
impactando contra una montaña, cascos volaron y brazos se quebraron,
pero no por eso la batalla fue menos sangrienta. En el frente principal
se instauro una batalla de fuerza y aguante, acero contra acero y a ver
quiénes eran lo más fuertes y entrenados, verdaderos brutos eran esos
soldados a la hora de batallar. La estrategia de ambos empezaba a partir
de este punto, el norte tenía su confianza puesta en los números de sus
filas y en la fuerza de sus brazos, pero si todo fallaba contaban con
la caballería de respaldo. Mientras que la estrategia del sur era un
poco más humilde, colaban arqueros y ballesteros escondidos entre ellos
para disminuir, a distancia segura, los números de sus enemigos haciendo
de blanco las partes blandas de sus pesadas armaduras.
Así fue como la guerra dio inicio, ambos bandos estallando su fuerza uno contra los otros, Dairomyo rey del norte aguardaba
paciente sobre su caballo disfrutando del panorama general, esperando
su momento triunfal para ingresar al campo y dar por terminada esa
absurda batalla contra aquel absurdo ejercito sureño. Lord Kota
por lo contrario, estaba en medio de la carnicería, decapitando a
tantos como podía con su sable curvo en forma de hoz, un arma
excepcionalmente cómoda para blandir cuerpo a cuerpo desde arriba de un
corcel. Aguantando su posición y guiando el coraje de sus hombres, ya
que al tener a su señor entre ellos se sentían inspirados y su fuerza se
duplicaba, generando una ventaja, pequeña, pero seguía siendo una
ventaja, además ¿qué honor había en quedarse resguardado seguro y cómodo
detrás de sus filas mientras veía a sus soldados dar la vida por él,
sus tierras y su gobierno?
Los
minutos se hacían horas, uno tras uno caía los muertos a los pies de
los vivos. Las horas se volvían días, más y más se quedaban sin vida. En
cuanto los norteños empezaron a ganar terreno, imponiendo la fuerza de
sus números y el grosor de sus armaduras Lord Kota ordeno a su ejército retirarse hacia el bosque.
Hacia
uno de los flancos, en la fila exterior lateral, se encontraba el
batallón del León. A duras penas aguantando terreno, pero con valor
haciendo frente a la calamidad vestida de armadura. Así fue incluso
hasta el momento que decenas de voces anunciaron la retirada. Era obvio
de Dairomyo
no dejaría escapar a nadie, ningún rival suyo lo había logrado y nadie
lo lograría, por lo tanto, ordeno a su caballería avanzar a toda prisa
en la caza de los cobardes. Los caballos de guerra, aunque pesados de
armadura eran terriblemente rápidos a corta distancia, una carrera así
de insignificante no representaba reto alguno, por lo que no tardaron en
alcanzar la retaguardia de los sureños.
Aunque
ya lo preveían, el impacto no fue menor por ello, numerosos corceles de
ojos cegados en sangre y cuero arremetieron contras las líneas
inferiores de la retirada. Y ante aquella masacre no hubo quien se pueda
resistir, el miedo le invadió el corazón a todo aquel que presenciara
aquel acto de salvajismo. A todos menos a ellos, el batallón del León.
-Hombres no soy quien para demandar mayor sacrificio del que ya hicieron por sus pueblos-
-Capitán,
lo sabemos, si quienes sean capaces de darle batalla a aquellos
caballos endemoniados somos nosotros- Aclamo la oculta la voz detrás de
una máscara dorada.
-Solo nosotros podemos darle tiempo al Lord para escapar- Dijo la máscara roja.
-Entonces
que así sea, ¡hombres con honor hoy luchamos, para proteger la vida de
nuestros hermanos hoy caemos! - El general de armadura carmesí le dio su
última orden al batallón después de ello no esperaban ser bienvenidos
de nuevo en la ciudad, bajo el canto de los instrumentos y el roció de
los pétalos. Esta era su hora de gloria, le pertenecería a ellos por toda la eternidad.
En
el centro formaron una línea recta, de lado a lado dejando pasar solo a
sus aliados. Los samuráis plantaron firmes sus pies sobre la tierra, de
ella no se moverían mientras se mantuvieran con vida. No muy lejos se
sintió el galopar de los jinetes de la muerte, sorprendidos por tal acto
de sacrificio en vano decidieron pasar por sobre ellos sin prestar
atención, pero nadie inteligente debe sobreestimar la fuerza de decisión
de un hombre ya muerto. De sus patas los caballos fueron liberados, y
sus jinetes en el suelo masacrados, hoy la batalla titánica la ganaban
los pequeños, haciendo alarde de temple y dureza, cada samurái luchaba
con fiereza. Sorprendidos los norteños morían sin sentido, casi sin
sentirlo, y mientras caían cada vez más sureños huían, aunque no todos
de vista perdían, a sus salvadores que empezaron a caer deprisa.
Sus
máscaras se partían, sus piernas se rundían, sentían como se les iba la
vida, pero no por ello su espíritu perdían. Luchando hasta la última
gota de sangre se mantenían, y se iban.
Dalmeros
un samurái joven se mantenía de pie pese a sus heridas mortales, nacido
en una ciudad lejana cerca del frio mar su sueño siempre había sido
servirle a Lord, en la capital vivir
y aprender las costumbres de la realeza y quien sabe talvez algún día
poder compartir y codearse con ella. Él fue el menor de sus hermanos y
el más querido, pero no por eso el menos odioso, siempre inquieto se
paseaba el día blandiendo una pequeña katana de madera o boken
como se lo conoce, preparándose siempre entre clases para su tan soñado
futuro. Eventualmente su sueño se convirtió en su presente, logro ser
aceptado como samurai
bajo el servicio del Lord bajo el estandarte del león, encargados de la
escolta matutina tuvo la oportunidad de compartir habitaciones en el
castillo con sus hermanos de armas. Se conocían muy bien todos aquellos
que trabajaban en el castillo, entre la servidumbre y los guardias
puesto que compartían áreas en común, solían comer juntos o esperar lado
a lado en formación a que algún señor o señora pase entre ellos. No
existía la rivalidad por rangos o trabajos entre ellos ya que todos
sabían muy bien de dónde venían, donde habían nacido, pobres todos ellos
y eso les daba sentido de igualdad. Tanto se conocían entre sí que Dalmeros logro conocer a una joven sirvienta de la casa real, encargada estaba ella de acompañar a Lady Samari,
o así lo creía lo creía el, su amor por la joven no tardo en florecer,
como si el invierno hubiese durado unos pocos días y la primavera de
sentimientos a la joven hubiese explotado en mil retoños nuevos de
flores de sakura,
la imagen que se plantaba en su cabeza al recordarla era de calidad
divina y de exactos detalles. Pero al haber dedicado su vida entera al
entrenamiento del camino del guerrero Dalmeros
se olvidó de la parte más fundamental de ser humano, el amor, tanto fue
así que varios meses pasaron antes de poder hacerle frente a su joven
amor. Afortunadamente para ambos la tensión en el aire se alivió luego
de que fuera ella la que le declaro primero los sentimientos
que sentía por él, el tan esperado beso nacido natural entre ellos y
las dos almas entre si sintieron como se entrelazaban, de colores el
cielo se pintaba y sin dolores sus lágrimas brotaban. Hoy amaban,
felices y libres, sin arrepentimientos ni miedos entre ellos se
abrazaban.
Hoy
el joven samurái se encuentra ahogado en su propia sangre, un hacha de
guerra encontró su camino hacia el cuello blindado de su armadura, y de
un gran estallido impacto con la fuerza de mil demonios, y su cuello en
dos laceró. Perdido miraba el infinito, ese cielo que hoy posaba azul,
no un claro azul, más bien un vacío azul, como si detrás de el
hubiera un infinito que nadie podía comprender, solo aquellos que su
hora ven caer. En cada bocanada sentía su garganta frustrada, en dos
cercenada, como todo se teñía en nada, a cada bocanada.
¡Una
luz!, finalmente veía una luz entre carmesí de su mirada. Aquel
destello infinito se acercó y como un hilo se estiro, de forma humana se
vistió, y de a poco hacia el camino.
- ¡Mi amor eres tú! - grito en agonía, con una voz sin sintonías, el pobre samurai que el suelo yacía.
-Así es tesoro- la luz le tendió una mano, y con desaforada facilidad al joven en sus pies lo mantuvo.
Aunque
en un principio su imagen era indudablemente semejante a la de su
amada, la luz fue cambiando lentamente a una forma para ella más natural
y para el más extraña. Finalmente se detuvo, y Dalmeros pudo contemperar la figura de Lady Samari
clara y detallada en esa celestial mirada. Mientras el joven en su
mente repasaba todo lo que sobre su amada atesoraba la figura lo
interrumpió, antes de que encuentre una mayor explicación.
- ¿Todavía crees en los cuentos de hadas, amor?-.


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